También ellos crecen
Así se titula un pequeño libro publicado en 1973, una de las primeras obras que se editaron sobre la sexualidad de las personas con discapacidad intelectual. A pesar de su reducido tamaño, es un libro muy interesante –situado en su contexto histórico– porque sus reflexiones descansan sobre un conocimiento teórico de las ciencias humanas, la psicología infantil y el psicoanálisis entre otras, pero sobre todo se basan en un conocimiento práctico adquirido por sus autores a lo largo de dos lustros de trabajo en externados medicopedagógicos de la región parisiense.
La idea fundamental del libro se puede resumir en afirmar que el niño que tiene una discapacidad intelectual tiene derecho a una educación que englobe todas las facetas de su personalidad, incluida la afectiva y sexual. Las personas con discapacidad intelectual no viven una especie de eterna infancia: evolucionan a un ritmo y bajo unas formas particulares, es verdad, pero no por esto dejan de alcanzar un desarrollo real, su desarrollo. Es más, se dice con todo fundamento, dadas las dificultades de orden cognitivo, es mucho más necesaria una educación afectivo-sexual formal porque, de otra manera, no van a poder interiorizar las pautas que hagan de su conducta en este terreno una fuente de crecimiento personal y auténtica felicidad.
¿Qué se puede decir de este asunto en la actualidad, precisamente cuando ya encaramos el 2003, Año Europeo de la Discapacidad, cuando se cumplirán 30 años de la publicación de este librito? Pues, sencillamente, aunque hemos progresado mucho en el reconocimiento de la dignidad y los derechos de este colectivo, todavía queda mucho camino por andar, y buena prueba de ello es esta serie de artículos que hoy iniciamos sobre la afectividad y la sexualidad de las personas con síndrome de Down.
Resulta curioso; nadie se cuestiona que las personas crecemos y conquistamos nuestra parcela de autonomía, con nuestros aciertos y también con nuestras meteduras de pata (en ocasiones muy serias y con graves consecuencias para los demás), y sin embargo, sí nos hacemos problema –y a veces incluso un drama– del crecimiento de aquellas personas con síndrome de Down... Creo que conviene que nos preguntemos qué puede significar este hecho. Hacer, equivocarse y corregir.
El punto de partida
Llevo desde 1991 estudiando y reflexionando acerca de los problemas que afectan al colectivo de personas con discapacidad intelectual desde la perspectiva de la bioética y el derecho, con numerosas publicaciones y conferencias al respecto, dentro y fuera de España. También colaboro en iniciativas prácticas concretas, para que la teoría no sucumba a la tentación de la ilusión ingenua y facilona (el gran bioeticista Javier Gafo, con quien me formé en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, solía repetir: la buena ética comienza con buenos datos); en los dos últimos años ese compromiso se ha concretado en la coordinación del proyecto de puesta en marcha de un centro especial de empleo en Betanzos (A Coruña), en el complejo asistencial que tienen allí las Hermanas Hospitalarias: la Lavandería Industrial “San Benito Menni”, que empieza a dar sus primeros pasos, con quince puestos de trabajo. Cuento estas cosas para que los lectores puedan situar correctamente al autor que están leyendo, algo siempre útil, imprescindible en un tema como el que nos ocupa en donde a veces teoría y práctica cotidiana no van de la mano.
La conclusión a la que he llegado es que la raíz de todos los conflictos y dilemas es de carácter antropológico: seguimos sin tomarnos totalmente en serio que los discapacitados intelectuales son primariamente personas... Ordinariamente se considera a la persona con deficiencia mental, y creo que a veces en mayor medida a las que tienen síndrome de Down (porque su diferencia es más visible) desde una óptica muy paternalista y sobreprotectora, más como "objeto" de atención y cuidado y no tanto como sujeto que posee unos derechos y unas aspiraciones que merecen consideración y estima por parte de los demás, y que sólo han de serle restringidos como excepción y después de un serio proceso de ponderación, pero no a priori. Montobbio escribe:
“La obstinada prohibición social y cultural de acceder al mundo de los adultos, que se manifiesta (inconscientemente) hacia todas las personas con discapacidad mental, y en particular en el caso de personas con síndrome de Down, hace que ante una tal perspectiva se conviertan en la evidencia misma de una prohibición a crecer de la que somos todos altamente cómplices. Desde este punto de vista, el joven con síndrome de Down puede ser asumido como el prototipo, bastante emblemático, de todos los jóvenes con discapacidad que, pudiendo convertirse simplemente en hombres, permanecen retenidos en una infancia sin fin”.
Ese cúmulo de situaciones conflictivas en el camino de conquista de la propia autonomía se vuelve más intenso y extenso en relación con el mundo de los afectos y la sexualidad, en donde las restricciones y discriminaciones, también las limitaciones naturales, de las personas con síndrome de Down son más evidentes y, a veces, lacerantes. La afirmación de que el ser humano es un ser sexuado parece hoy casi trivial y superflua. Y sin embargo hay que insistir en que la sexualidad no es una dimensión secundaria de la vida humana sino que pertenece íntimamente a su constitución, también en el caso de los sujetos con síndrome de Down.
Por una vida afectiva y sexual normalizada
Se entiende entonces por qué hablamos de sexualidad. La integración y normalización de las personas con discapacidad intelectual queda generalmente estancada en su dimensión sexual. Entre las razones que explican esta situación, cabe citar las actitudes paternalistas de las personas de su entorno y una antropología y comprensión del hecho sexual humano insuficiente y reduccionista. Sólo el que haya descubierto y sentido simultáneamente el valor de la persona con síndrome de Down y el valor de la vida sexual del ser humano sabrá deducir después las consecuencias lógicas y las soluciones más adecuadas. Esto planteará muchos problemas de orden práctico, porque hablamos de un dominio impreciso, porque la psicopedagogía no se asienta ni se plasma en bellas columnas perfectamente alineadas como las cifras del contable, ni se desmonta tan fácilmente como el conjunto de las piezas de un motor. Se dan ciertamente puntos de referencia, certezas, algunas líneas maestras, pero se impone también la necesidad de abordar a cada individuo sin ideas preconcebidas y conocer su nivel propio de desarrollo, sus posibilidades, sus limitaciones. La familia aquí, como en las otras grandes áreas de la vida de la persona en crecimiento, juega un papel fundamental, tanto para bien como para mal.
El niño con síndrome de Down es un niño en situación de riesgo, por presentar mayores probabilidades de tener problemas en su desarrollo que los otros niños. Los factores de riesgo se deben a su déficit cognitivo, que va a dificultar la interacción positiva con su entorno, precisamente en unas circunstancias de máxima dependencia de dicho entorno. Uno de los problemas mayores es la falta de fe en las posibilidades de desarrollo de la persona con síndrome de Down: si se cree que no hay nada que hacer, seguramente no se hará nada. Los padres que consideran que su hijo no puede perfeccionarse y alcanzar altas cotas de desarrollo, de autonomía y de calidad de vida –siempre según sus propias posibilidades– por medio de la educación y los apoyos que sean necesarios, tendrán unas expectativas muy pobres acerca de lo que su hijo puede llegar a alcanzar. Esto va a generar en el niño un pobre autoconcepto e incluso en muchos casos una relativa indefensión aprendida, además de que probablemente no le vamos a proporcionar los recursos y las oportunidades imprescindibles para que desarrolle las potencialidades que lleva dentro de sí. La persona con síndrome de Down adulta va a ser, en gran medida, lo que determine su entorno, pues su autonomía se encuentra máximamente condicionada por las relaciones con dicho entorno, y de manera muy importante está condicionada por su familia, porque de ella va a recibir para bien o para mal los pilares básicos para elaborar su personalidad.
“En ocasiones, las madres de los niños deficientes mentales nos informan de que aceptan a sus hijos, pero tal aceptación es mera resignación. La resignación es la consecuencia de unas expectativas frustradas. Desde este negativismo es difícil dar un paso hacia delante en una tarea tan ardua, como es la educación de un niño deficiente. Aquí no se puede fingir, puesto que toda interacción madre-hijo, sea deficiente a no, lleva implícito un mensaje de aceptación o rechazo, que el niño capta de una u otra forma. Esos mensajes determinan, en gran parte, el mayor o menor desarrollo del niño. Así las cosas, toda madre que disponga de unas expectativas no acordes con las posibilidades del niño –sean demasiado elevadas o demasiado pobres– está en alguna forma condenándole al fracaso (...) Por consiguiente, las expectativas maternas determinan en parte el futuro desarrollo del hijo (...) No obstante, no se trata tanto de culpabilizar a las madres cuando un niño no logra un desarrollo acorde con su edad cronológica, como de robustecer y resaltar el papel activo que desempeñan a fin de ayudarle en su tarea educativa”.
Se afirma que la integración y normalización de la persona con síndrome de Down es el criterio rector de todo el proceso rehabilitador y educativo. Este objetivo significa la consecución del máximo nivel de habilidades sociales, no como un fin en sí mismo, sino para posibilitar que el sujeto viva en la comunidad, con la utilización de todos sus recursos y el cumplimiento de todas sus obligaciones, garantizando el máximo nivel posible de calidad de vida para la persona con síndrome de Down, viéndola como alguien que tiene mucho que aportar en la construcción de la sociedad, no como un simple receptor de beneficios sociales o un mero cliente de servicios sociales. Resulta claro que un medio social adecuado es el primer requisito necesario para la promoción del ser humano, dada su constitutiva condición social. La consideración atenta del entorno que rodea al discapacitado intelectual es fundamental, de manera que se pueda llevar a cabo una intervención adecuada en el mismo que facilite el crecimiento y la maduración de la persona. Si el individuo vive en un ambiente familiar asfixiante, difícilmente va a embarcarse en la nada fácil aventura de conquistar su autonomía, sobre todo si esta conquista genera tensiones con los padres, difíciles de entender y asumir por el retrasado mental.
Demasiadas fronteras para el viaje de la persona con síndrome de Down al mundo de los adultos
Hay que evitar la tentación de aprovechar una posición de fuerza para imponer al sujeto con síndrome de Down condiciones de vida demasiado restrictivas y gravosas, que vulneran aspectos básicos de su personalidad y que ninguno de nosotros estaría dispuesto a tolerar si fuese el afectado por ellas. Se abre aquí un inmenso campo para el diálogo, la educación, la investigación y la experimentación, complejo, no siempre exento de tensiones, de contornos imprecisos y difuminados, en el cual tienen una gran tarea y una gran responsabilidad tanto los padres y hermanos (sin olvidar a los abuelos) como los especialistas del sector, sin olvidar tampoco las responsabilidades que competen a la sociedad en su conjunto. Corresponde a toda la comunidad aportar conjuntamente ideas y recursos para llegar a esa finalidad irrenunciable. El discapacitado intelectual tiene que experimentar que no está al margen de la sociedad, sino que, respetado por su intrínseco valor personal, está llamado a contribuir al bien de su familia y de la comunidad, según sus propias capacidades. Tener su propia vida. Amar y ser amado. Los últimos años han puesto sólidas bases, con medidas prácticas concretas y eficaces, para la realización y la participación completa e igual de estas personas. Se ha creado un nuevo enfoque que pone su atención más sobre la capacidad que sobre la incapacidad, sobre la integración y normalización más que sobre la segregación, sobre el potencial en desarrollo más que sobre el mantenimiento de barreras y prejuicios que impiden el desarrollo integral de la persona. No traicionemos esta dinámica. Recordemos las palabras de Saint-Exupéry, “amar no es mirarse uno a otro a los ojos, sino mirar juntos en la misma dirección”. Futuro. Autonomía. Felicidad. Adulto.
T. Vargas Aldecoa y A. Polaino Lorente afirman (pp. 168-171): “Los sujetos de educación especial que desarrollan un patrón de indefensión aprendida han estado sometidos a circunstancias negativas en las que no han podido ejercer ningún control y, como consecuencia de ello, cuando se encuentran en circunstancias negativas en las que sí pueden ejercerlo, apenas si lo intentan (...) La falta de confianza en sí mismos y la falta de entusiasmo de estos niños por aprender parecen estar relacionadas con el aprendizaje (que no es innato), pudiendo haber desarrollado estas características a lo largo del tiempo a causa de los mensajes recibidos de los alumnos (...) Las conductas paternas que facilitan el desarrollo del sentido de competencia son, principalmente, el apoyo emocional (incluso cuando el niño fracasa), la estimulación de la independencia, el refuerzo del éxito y la realización de tareas con el niño (...) La indefensión aprendida conlleva consecuencias cognitivas (incontrolabilidad), motivacionales (incapacidad de esforzarse) y emocionales (conducta depresiva)”.
Nuestra propuesta de exposición
Las reflexiones anteriores abren una ventana a las tesis que voy a sostener en estos artículos. De ellas pueden deducirse ya desde ahora algunas constataciones que serán imprescindibles para echar las bases a la normatividad ética que en una sociedad pluralista puede proponerse del uso de la sexualidad, atendiendo a los datos antropológicos de la sexualidad y su significado para el ser humano en cuanto individuo, en cuanto miembro de una pareja y de la sociedad. Una primera aproximación a los temas que vamos a ir abordando en esta sección con una periodicidad mensual es la siguiente, aunque es una lista totalmente abierta a las sugerencias y comentarios que ustedes nos vayan haciendo:
Sexualidad y personas con síndrome de Down.
Educación sexual: la apuesta por la salud y la calidad de vida.
¿Quién educa y cómo educa?
La cuestión de la masturbación.
Amigos, novios y... ¿matrimonio?
Regulación jurídica del matrimonio en España.
¿Pueden tener hijos las personas con síndrome de Down?
Consideraciones morales y legales en torno a la esterilización.
El amor, fuente de plenitud y realización humana.
Tal vez las de ahora sean las conquistas más difíciles de llevarse a cabo, precisamente porque, superadas las dificultades materiales más notorias, le toca el turno a las dimensiones espirituales de la persona, mucho más difíciles de apreciar y valorar, y que constituyen un terreno abonado para el disenso y la polémica. Entre ellas, señalamos como una de las más importantes la afirmación de la afectividad y sexualidad de estas personas. El paternalismo benevolente ha presidido durante años las relaciones del entorno con el individuo afectado de síndrome de Down. Las relaciones se convierten de este modo en una típica "moral de beneficencia". Hay que evolucionar, por consiguiente, en el sentido de superar el paternalismo y reconocer a las personas con síndrome de Down como agentes morales autónomos, sin expectativas desenfocadas ni por exceso ni por defecto.
Referencias bibliográficas
MONTOBBIO, E. El viaje del Señor Down al mundo de los adultos. Fundació Catalana de Síndrome de Down & Editorial Masson. Barcelona, 1995.
RONDAL, J., PERERA, J., NADEL, L. Síndrome de Down. Revisión de los últimos conocimientos. Espasa Calpe. Madrid, 2000.
SANDRE, F., RAUTE, H. También ellos crecen. Herder. Barcelona, 1973.
VARGAS ALDECOA, T., POLAINO LORENTE, A. La familia del deficiente mental. Un estudio sobre el apego afectivo. Pirámide. Madrid, 1996.
José Ramón Amor Pan, nació en La Coruña (España) hace 36 años.
Es Doctor en Teología Moral, Diplomado en Derecho y Master en Cooperación al Desarrollo.
Sus principales áreas de trabajo son la bioética y la educación en valores y, en la actualidad es Profesor Asociado y Responsable del Área de Bioética en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), profesor en el Instituto Compostelano de Ciencias Religiosas y Director de una Residencia Universitaria en La Coruña.
A este brillante currículo al que podríamos seguir sumando cargos en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, en la Facultad de Ciencias experimentales y técnicas de la Universidad San Pablo de Madrid, etc., hay que añadir la autoría de dos libros; “Ética y deficiencia mental”, y “Afectividad y sexualidad en la persona con deficiencia mental”, la redacción de más de 21 artículos en revistas especializadas, la coordinación de seminarios ínter-disciplinares sobre temas de bioética y más de 50 conferencias en foros nacionales e internacionales.
Postado por Maria Célia Becattini
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